Le dolía la cabeza y pensar en ese asunto en específico siempre le ponía de mal humor.
Miles de interrogantes cruzaban en su mente, mezclándose entre sus sentimientos encontrados, alimentando a sus demonios, esos seres despiadados que bajo cualquier método buscaban colarse en sus pensamientos para sembrarle la incertidumbre de cosas que aunque parecían un chiste, ¡podían suceder! porque al final de cuentas, ¿no éramos todos carne? ¿Y no era la carne débil?
Alice Rhen depositó su rizada cabellera en las almohadas de su cama y se dejó llevar por la aterciopleda textura de estas, hundió su pequeño rostro en las misma y tras aquella acción, desaparecieron sus coloreadas mejillas, sus carnosos y pequeños labios, sus orbes de un gélido gris que llamaban la atención de cualquiera y su cuerpo, se vio ligeramente envuelto en sus sábanas blancas.
Traición. La palabra le amargaba la boca.
Traición. Y le dejaba un agrio sabor al final que le revolvía por completo el estómago.
Traición. Y entonces, la palabra cobraba vida, se desglosaba, se deformaba, daba vida a nuevas palabras con sus letras que presentaban un aspecto sucio, corrompido, vulgar...
Mentiras. Traición. Engaño. Desconfianza. Ira. Rabia. Inseguridad. Miedo. Venganza...
Y ahí estaba otra vez, ¡TRAICIÓN! ¡TRAICIÓN! ¡TRAICIÓN!
¡Y todo se venía abajo! ¡Todas sus memorias de los momentos felices se deshacían y se volvían fragmentos sin valor! ¿En qué momento había comenzado la puesta en escena para timarle? ¿Había sido divertido engañarla? ¿Jugarle, como vulgarmente se conoce "el dedo en la boca"? ¡DEBÍA HABERLO SIDO! Porque no había rastro de remordimiento. El delincuente, el traidor, se paseaba frente a ella con su burda sonrisa, con esa sonrisa que se le antojaba torcida y que parecía emanar la podredumbre de la deslealtad y aparte, ¡tenía el descaro de culparle! ¡SÍ, DE CULPARLE!
Cerró las manos con fuerza, volviéndolas puños y descargó su frustración con puñetazos y patadas que se deshacían en el aire, con chillidos que le suponían un esfuerzo tan grande que el rostro se le tornaba de un rojo ira y terminaba en insípido fonetismo frustrado.
Y las lágrimas, oh, las lágrimas. Esas perlas de cristal salado que se deslizaban por sus mejillas y terminaban perdiéndose en su cuello, en el inicio de sus senos o simplemente, entre las telas de su colorido vestido que nada contrastaba con sus emociones.
Pero no terminaba allí, no, por supuesto que no. ¿Cómo podrían jactarse sus demonios internos de ser excelentes en su trabajo si no lograban atormentarla hasta agotarle? ¿Si no usaban todos sus recursos existentes? ¡Imperdonable!
Entonces, como un torrente de agua cayendo de forma rápida, como las cascadas de un llamativo azul turquesa, saturaron su mente con la imagen de él, de ellos, de ese pequeño desliz que se mantendría fuerte y vigente hasta el día de su muerte.
¿Por qué él? se preguntó. ¿En verdad habría sido su culpa? ¿Había significado tan poca cosa? ¿Es acaso que jamás podría superarle? ¿Qué siempre tendría que competir con la sombra de ella y perder?
Entonces, otra serie de preguntas tomaron el mando.
¿Le diría que le gustaba mientras a ella le decía "Te amo"? ¿Mientras ella se tragaba sus mentiras y le respondía con la máxima dulzura posible? ¿Desde cuándo? ¿Acaso estaba él a su lado, por simple lástima? ¿Alguna vez algo de aquello fue verdadero?...
Las preguntas no pararon, mucho menos su imaginación que recreó múltiples escenas de lo que podría haber ocurrido, mientras ella, cual mosquito, caía en las fauces de aquella planta carnívora que no le dejaba escapatoria y terminaba por engullirla, dejándola malherida y hecha un ovillo en sus brillantes sábanas de un perfecto blanco, como una muñeca de trapo, inerte, vacía...